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D. Ángel Herrera Oria

primer presidente del CEU

 

 

 

 

 

 

 

Semblanza

Tenemos natural inclinación a juzgar el valor de las acciones en relación al tamaño de las obras que producen y eso, al menos en materia de apostolado, no es una medida inteligente; porque no es adecuada a su objeto, no mide lo fundamental. En realidad, para conocer el valor de una acción deberíamos conocer de dónde nace; o mejor, deberíamos conocer a quién mira al nacer, a quién quiere mirar. Y para eso hay que estar atentos a poder oír el silencio, el discreto silencio con el que caminan los que no trabajan para sí.

 

 

Hay una curiosa anédocta que revela bien a las claras este discreto andar de quienes no se buscan a sí mismos, la cuenta un joven párroco recordando los tiempos de su recién estrenado sacerdocio. Era el mes de junio de 1945 e iba acompañado del Rector del Seminario Menor, ambos en la estación de tren de Bilbao y a punto de sacar los billetes. Antes que ellos se acercó a la taquilla un sacerdote, ya entrado en años y humildemente vestido, que les saludó con discreción levantando levemente el sombrero. El sacerdote pidió un billete de tercera y silenciosamente se alejó. Cuál no debió ser el modo altivo y de suficiencia con que le mirarían los dos jóvenes sacerdotes, que a su vez se disponían a adquirir billetes de segunda, que un caballero que estaba a su lado les llamó la atención sobre quién era aquel humilde ‘curita de aldea’: «¿No conocen a ese sacerdote? Es don Ángel Herrera. Está de coadjutor en una parroquia en Santander». Sacerdote y Rector abrieron bien los ojos para volver a mirar a quien con tanta sencillez se encaminaba hacia el tren. Así de discretos caminan los que trabajan para la gloria de Dios. Y a la discreción del paso, la grandeza del horizonte y la fidelidad al camino.

 

En el caso de Ángel Herrera Oria, el camino había comenzado 59 años antes, en Santander, donde vio la luz un 19 de diciembre de 1886. Nacer en Santander, crecer en Valladolid, estudiar derecho en Bilbao y templar armas en Madrid, casi todo ello bajo la atenta mirada de los padres de la Compañía de Jesús (que llenaron su amplio corazón de ardiente amor), son los primeros recuerdos que debieron acudir a su mente cuando se puso a relatar, cinco años antes de morir, en agosto de 1963, un índice provisional de lo que podrían ser sus Memorias. En el principio mismo de ese esquema, justo después de la breve relación de sus familiares más cercanos, cuando empieza a hacer cuentas de su vida, escribe: «Primeros años. Vocación nativa a la vida pública».

 

A la vida pública se sintió llamado desde joven quien presidió a los Propagandistas católicos durante sus primeros veintiséis años; quien dirigió El Debate hasta hacer convertirlo en el periódico mejor hecho de España; quien fundó la Editorial Católica; participó en la creación de la Confederación Nacional Católico-Agraria, los Estudiantes Católicos, las Juventudes Católicas, el Centro de Estudios Universitarios (CEU), el Instituto Social Obrero; quien, al nacer la II República, se puso al frente de la Acción Nacional para defender en las urnas las libertades y los derechos políticos de los católicos; quien presidió la Junta Central de Acción Católica; y, por supuesto, quien fue ordenado sacerdote, consagrado Obispo y creado Cardenal de la Iglesia Católica. Pues pública es por naturaleza la vida del hombre, y si ha sido bendecido con el don de la fe, público sólo puede ser su apostolado. Esa comprensión de la dimensión pública de su vida y de su fe, que formaban unidad en su persona, es lo que le llevó, desde su más temprana juventud, a pasear las tierras de España, de esquina a esquina, para sacar a las ‘honradas masas católicas’ (según los términos que se empleaban entonces) de la atonía física y mental en la que se encontraban. Como el mismo Herrera solía repetir en los primeros mítines en que participaron los jóvenes Propagandistas del año 1909: «Esas manos que tan prontas están para aplaudir, no están por desgracia tan diligentes para obrar». Y la obra por hacer era mucha.

 

Lo era en todos los ámbitos, y a todos estuvo atento el joven Herrera: el asociacionismo agrario, el laicismo en la escuela, la ley de prohibición de establecimiento de órdenes religiosas, el separatismo catalán, los problemas de la moneda, la Dictadura de Primo de Rivera … y en todos se expresaba con formas nuevas y audaces.

 

«Y vosotros mientras tanto, ¿qué? ¡Con vuestras generosas pero inútiles exposiciones!¡Con vuestras firmas inacabables!¡Con vuestras vanas protestas!¡Con vuestras comisiones inofensivas! Seremos benignos con nosotros mismos al calificarnos y nos llamaremos inocentes. Aunque otra era la palabra más apropiada. Ahora más que nunca son incomparablemente más astutos los hijos de las tinieblas que los hijos de la luz».

 

Formas audaces que trataban de despertar una conciencia adormecida. Una apatía intelectual y de voluntad que parecía ser (entonces como ahora) enfermedad endémica de los católicos españoles. Una anécdota servirá para entenderlo: la Institución Libre de Enseñanza (verdadera imagen especular de la Asociación de Propagandistas) acababa de crear en condiciones privilegiadas un Instituto-escuela. Un grupo de católicos se dirigió a Maura, a la sazón Presidente del Gobierno, para quejarse del régimen privilegiado que se le había concedido, y Maura les ofreció la concesión de un régimen análogo a un instituto que creasen los católicos. El Cardenal Guisasola, que recibió la oferta, no encontró entre los católicos quién llevase adelante la iniciativa. Y no por falta de buenos deseos, sino por una falta de inteligencia y de unidad que privaba a los católicos de toda capacidad de influencia en la vida social y política de España. Entonces (como ahora) Herrera podía decir,

 

«convengamos en que nosotros somos, en parte, culpables de este desamparo en que vivimos. Si el Gobierno, como nos ve débiles, nos viera fuertes y robustos, seguramente no desdeñaría nuestras quejas»

 

En todo caso, una parte importante de esa debilidad procedía de una mala comprensión del papel que la fe tiene en la vida del creyente, y de su trascendencia en el ámbito público; una ‘extraña especie de liberalismo invertido’ que les hacía ‘estériles en lo doctrinal’ y ‘hasta perturbadores en el orden práctico’:

 

«El católico —dice Herrera hablando de esos tiempos— debía serlo ‘reduplicative’ en todos los momentos de su vida. Y así, la novela o la comedia del católico consecuente debía ser de tesis; el artículo de fondo del periódico católico, prestando atención secundaria a los acontecimientos del día, debía ser directamente apologético; el buen concejal debía ir al ayuntamiento a defender su fe, aunque descuidase algo los problemas de abastecimiento, policía urbana o alumbrado; y cosa análoga habría que decir del representante en Cortes (…)

La última razón del extravío era, en muchos casos, un desconocimiento de hecho del valor propio del orden natural, que quedaba absorbido por el sobrenatural. Una extraña especie de liberalismo invertido. A la negación del orden sobrenatural o a la atenuación o disminución de los derechos de la Iglesia en la vida social y política se oponía una reducción de la naturaleza y bondad sustantiva del orden natural»

 

Para oponerse a ello, los Propagandistas, con Herrera a la cabeza, sin entrar en las estériles luchas que hasta entonces habían paralizado a los católicos, se lanzaron a hacer oír su voz y sus razones en todos los asuntos en que estuviera interesado el bien de España y de la Iglesia. Sin falsos complejos ni autocensuras; juzgando con la razón iluminada por la fe (que es la única razón que tenía, la única que tiene un creyente, como solía decir: «el catolicismo no es prenda de quita y pon, que se lleve en determinados momentos de la vida»), de todos los asuntos en los que, como ciudadano, estaba legítimamente interesado. Pero, además, tenía el ímpetu que nace de las almas nobles cuando se dejan mover por la Gracia.

 

La cronología de sus intervenciones y la relación de sus iniciativas, en todos los campos, provocarían vértigo, y podrían desconcertar, si no fuera por una línea de preocupación constante, o mejor dos: la justicia social, pecado colectivo de la derecha española que irremisiblemente condujo a los obreros a las filas del socialismo, y les separaba de la Iglesia; y, por otro lado, la educación y la libertad educativa, en la que veía el escenario del «problema básico del derecho público en el siglo XX: la posición de la Iglesia y del Estado en la formación de las nuevas generaciones».

 

«Cada día es más difícil la posición de la Iglesia, de esta gran sociedad educadora, en presencia de los Estados modernos, que arrastrados por la fuerza lógica de los principios paganos en que se inspiran, quieren convertirse en educadores únicos de la juventud. El poder civil disputa al eclesiástico el reino de las almas. No se limita a poner dificultades a la Iglesia en lo que comete a su misión divina; trata de suplantarla. Los gobiernos aspiran con impaciencia, y sin reparar en procedimientos, a troquelar las conciencias de las nuevas generaciones. Y esto es así, advertidlo bien, no siempre por odio a la Iglesia, ni por espíritu de secta, sino por la necesidad de buscar un fundamento moral y religioso al nuevo orden jurídico, que tan confuso e inestable se presenta, levantado sobre las ruinas de las antiguas instituciones»

 

Pero como decía, en el fondo, ambas preocupaciones son el una porque nacen de un mismo interés, verdadero e inteligente, por el hombre: por la vida de los hombres. Cuando, con ocasión de sus primeros mítines (de carácter religioso), los Propagandistas conocieron las condiciones de extrema pobreza en que vivían los campesinos castellanos se decidió dar inicio una campaña de movilización social para crear sindicatos agrarios, y la Asociación volcó a sus mejores hombres en el estudio de estas cuestiones; porque no es posible separar el apostolado cristiano de las necesidades y circunstancias concretas en que viven las personas; y así, la cuestión social, tan urgente en aquellas horas, atravesó de parte a parte la acción apostólica de los Propagandistas. La otra preocupación, la educativa, constante, más profunda, de más largo alcance, toca la sustancia última de la tensión entre la conciencia católica y las pretensiones del poder político; singularmente desde los orígenes de la modernidad. En la cuestión educativa Herrera era consciente que lo que estaba en juego era la libertad del hombre, en su más pleno sentido,

 

«la Iglesia no ha planteado un problema político. Es el Estado el que ha suscitado un problema espiritual. No es cuestión de soberanía política; es otra la soberanía que se disputa: es la soberanía moral y religiosa sobre las conciencias».

 

Con todo, lo extraordinario de la preocupación educativa de Herrera, que deja al descubierto el verdadero valor de sus iniciativas, no son las campañas contra el monopolio docente del Estado o contra la inspección de enseñanza, o a favor de la libertad educativa y las Escuelas Católicas; ni las espléndidas realizaciones del CEU, los cursos de verano de Santander o lo que fueron los primeros pasos para la constitución de la Universidad Católica («désenos la universidad y todo lo demás se nos dará por añadidura»); sino su sabia atención a los hombres. Las obras más impresionantes de Herrera eran los hombres.  

 

El comienzo de su labor, y su término también, estaba en las personas; en cada persona. Al contrario de lo que se suele decir: no se ponen las personas al servicio de las obras, sino que las obras sirven para dar eficacia a la labor de personas extraordinarias; por eso, cuando en cierta ocasión un íntimo amigo y colaborador le preparó un proyecto de ideario para la Editorial Católica, le dijo: «desengáñate, eso no vale para nada. Lo importante es seleccionar a las personas, formarlas». Despertar vocaciones, cuidarlas y lanzarlas al mundo: apóstoles a los que poner en lo alto de una colina para que irradiasen su pasión por Cristo y los hombres; la colina es la obra, sus propagandistas los celemines que alumbran.

 

Se puede afirmar sin temor a error que quien quiera conocer a D. Ángel Herrera y su obra debería fijarse en las personas que estuvieron cerca suyo, porque éste es el fruto grande de su labor. No todos los que estuvieron a su lado respondieron igual, aunque a nadie dejó indiferente, «la huella que ha dejado en los hombres que han trabajado con él —recuerda quien fue fiel colaborador— depende en mucho de la categoría de estos hombres; pero es imborrable». Pero para llevar a cabo esta obra grande (no la hay mayor) es preciso un corazón muy grande. Y, como dijimos al principio, la medida de esa grandeza es la discreción; la discreción con la que se sabe mirar lo aparentemente pequeño.

 

«Conservo vivo —dice D. Isidoro Martín— el recuerdo de la conversación que mantuve con él a la puerta de la iglesia de los jesuitas, de Murcia. Me escuchaba con tal atención, que parecía no haber nada más importante para él en aquel instante que mis palabras». Entonces don Isidoro era un joven de 22 años y Herrera le doblaba en edad, aquél empezaba en la vida y don Ángel llevaba ya 20 años como director de uno de los primeros periódicos de España. Sin embargo, durante el tiempo que estuvo con él no había en su atención nada fuera de aquel joven estudiante de derecho.

Aquel joven, fundador de la Federación de Estudiantes Católicos de Murcia, acabó viejo propagandista, ilustre catedrático, Rector de la Universidad Complutense y ejemplar jurista. Él fue parte de la obra extraordinaria de Herrera.

 

De esta mirada, de este modo de prestar atención a la realidad, nace la fecundidad de una vida que se desarrolló casi toda ella bajo esa «vocación nativa a la vida pública» que tan profundamente la marcó. Una vocación que sólo puede nacer de un afecto muy verdadero a la gloria de Dios y al destino de los hombres.

 

 

Ángel Herrera Oria nace en Santander el 19 de diciembre de 1886, como el décimo de quince hermanos, cinco de ellos jesuitas. Los hijos de San Ignacio cuidan de la formación del joven Herrera, que cursa sus estudios en centros de la Compañía y su licenciatura en Derecho en Deusto. Viene a Madrid a por cátedra de Derecho Político y acaba como abogado del Estado, tiene 21 años, una clara vocación a la vida pública y pasión por comunicar a Cristo. Es uno de los ocho congregantes a los que convoca el P. Ayala el 8 de noviembre de 1908 en Chamartín y uno de los dieciocho que acabarían fundando un año más tarde la Asociación Católica de Propagandistas por indicación de la Santa Sede. En el mismo acto es elegido su primer presidente.

 

 En el otoño de 1911, la Editorial Vizcaína compra la cabecera del diario El Debate y la pone en manos de los propagandistas. Siguiendo una indicación, Herrera asume la dirección del periódico. Durante 22 años será su director hasta que en 1933, obedeciendo una indicación del Papa, abandona el periodismo para ocupar la Junta Central de la Acción Católica. En esos 22 años Herrera y los propagandistas fundan directamente o alientan obras en todos los ámbitos de la vida pública, vertebrando y educando al pueblo católico, haciendo presente una voz católica en el monopolio de la palabra de las izquierdas. En abril de 1931, con el advenimiento de la II República, Herrera y los propagandistas son los primeros en declarar un acatamiento leal a la autoridad constituida y su colaboración dentro del nuevo régimen. Simultáneamente constituyen la Acción Nacional que ante la abstención general de todas las fuerzas monárquicas se configura como lugar de unión los católicos ante las nuevas Cortes Constituyentes. Herrera asume la presidencia, que cederá muy pronto a otro propagandista, Gil Robles. Desde la presidencia de la Acción Católica funda la Casa del Consiliario, el Centro de Estudios Universitarios (CEU) y los cursos de verano de Santander.

 

En septiembre de 1935 abandona la presidencia de la Asociación Católica de Propagandistas y en la primavera de 1936 la de la Junta Central de Acción Católica. El Santo Padre, después de haberle demorado por dos veces la marcha, le autoriza a marchar a Friburgo a iniciar sus estudios religiosos. Es ordenado sacerdote el 28 de julio de 1940, cuenta cincuenta y tres años. Regresa como coadjutor de la parroquia de Santa Lucia en Santander, donde sigue alumbrando obras y hombres. El 24 de abril de 1947 es nombrado obispo de Málaga, en la consagración recibe el báculo como regalo de los periodistas españoles, el anillo se lo ofrecen los abogados del Estado. Toma posesión de su diócesis el 12 de octubre de ese año, dedicando inteligencia y esfuerzo a la creación de obras de promoción social: la Escuela Social Sacerdotal -origen del Instituto Social León XIII-, escuelas-capillas rurales, la Escuela de Ciudadanía Cristiana y el Colegio Mayor Pío XII, que se integrará junto con la Residencia Pío XI y otras obras en la Fundación Pablo VI.

 

El 22 de febrero de 1965, Pablo VI le concede la dignidad cardenalicia. Participa en los debates conciliares, aunque gravemente enfermo. El 28 de julio de 1968 muere en su habitación en presencia del Santísimo. Ese día se cumplían veintiocho años de su  ordenación sacerdotal. En los últimos años, al mirar su historia, y la historia de la amistad de los propagandistas, decía que le acompañaba «el gozo de la fidelidad, fidelidad a las promesas del principio».

 

 

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